Si el pobre Hatuey resucitara no entendería como fuimos capaces de ponerle su nombre a una cerveza, una malta y al más frío helado cuando su cuerpo soporto el calor abrazador de una hoguera. Habra que investigar de quien fue tan genial idea. Este verano ha sido duro, temperaturas de infarto nos azotan y solo pensamos en cosas refrescantes. En Cuba el helado y el buen helado es quizás como el buen vino para un español o la sidra para un Asturiano.
Fábricas de helados como Hatuey, Guarina o San Bernardo se disputaban el mercado y para ello se esmeraban en lograr la mejor calidad en sus productos. Los más antiguos y los medianamente antiguos recordamos con pesar aquellos popsicles, barquillos, pintas y vasitos. Solía de pequeño ir con mi padre a los cines de la Habana; el Payret, América y Duplex eran sus favoritos. Para ello cogíamos la 76 que para entonces llegaba hasta el Parque Central y los teníamos a tiro de piedra. En estas excursiones disfrutáramos como enanos de aquellos carritos que vendían helados en cada esquina y a la salida del cine nos poníamos las botas. Poco a poco como por arte de magia se veían menos heladeros y para mi ya el cine no era tan bueno.
En el verano de 1966 mi padre cambio de cine, no porque el Radiocentro(Yara) le gustase más, sino porque el 4 de junio de ese año en la esquina de L y 23 se inauguraba El Coopelia. Desde entonces para la mayoría de los Santiagueros no habías estado en la Habana, sino tomabas un helado en Coopelia, era un rito, pero un rito que merecía la pena. En sus inicios los 25 sabores diferentes que ofertaba su carta era una tentación, sumado a la variedad de presentaciones; desde el Sunday, la Copa Lolita, Los Jimaguas, la Canoa India o la gigante Ensalada con seis enormes bolas cubiertas de sirope, con los palitos de barquillo incluidos. Como un dogma de nuestro destino poco a poco el declive hizo acto de presencia y dejo de ser lo que era. Las bolas eran cada día más pequeñas y las colas más grandes. Comprendimos entonces que lo nuestro es lo nuestro y volvimos cabizbajos a nuestros cines de antaño, era mejor compartir con Fogote una matines, que aguantar una cola de dos horas y en definitiva teníamos el Tropiquín.
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