A las cinco de la mañana ya estaba la abuela en la cocina haciendo su colada de café, el viejo colador se mantenía gracias a sus manos prodigiosas. Nunca le gusto utilizar la cafetera tipo italiana que le habíamos comprado, le tenía pánico cuando supo que podía explotar. El café lo guardaba en un viejo termo que había perdido su color original y comenzaba a tener herrumbre en su base. Si algo no podía faltar en casa era el café, y aquellos paquetitos que daban por la libreta se multiplicaban por arte de magia, era mejor no preguntar su origen era evidente. La abuela era una persona especial, era una mujer inteligente, con un sentido común envidiable y una mezcla de bondad y rectitud. Pero para ella, acostumbrada a ser centro de la familia y de sus vecinos era muy importante tener un buchito de café para los que llegaban a nuestra casa.
Hace cinco años tomé con ella el último café allí en el viejo Santiago, me lo dio con el mismo amor de siempre pero sin saber quien era aquel que la visitaba, nací y viví junto a ella toda mi vida pero a sus 98 años, su único nieto por el que tanto dio, era un extraño visitante que no podía marchar sin probar su café. Hoy recuerdo a la abuela desde estas tierras donde el café es una carta de presentación y un sinónimo de estar vivo. Si para nosotros el café es parte de nuestra rutina diaria y símbolo del cubano más auténtico para un español es el medio para compartir todo encuentro de negocios o de amor. Aunque el café en su esencia es el mismo, a diferencia de nosotros en España su manera de consumirlo se hace bastante complicada. Llevaba solo horas en Madrid cuando pude sentarme a la barra de un pequeño y angosto Café, muy cerca de la Estación Sur de Autobuses de la capital.
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