martes, junio 23

A propósito de la masa real

A veces, cuando la añoranza de mi Santiago de las Vegas me abruma quizás un día de lluvia fuerte como hoy en Miami, cuando el mismo perfume del agua que cae me transporta a un barril nutrido de aguaceros donde una vez mi madre me bañó en el patio de mi abuela; a veces, en un día como hoy, siento un vacío en el vientre que no es de hambre, pero que algunas comidas pueden atenuar: un huevo frito con arroz blanco, o mojar trocitos de pan cubano en un plato de frijoles negros humeantes y espesos. Esos platos tan básicos que, debido a su estado de salud, hoy preparo para mi madre como ella me los preparó a mí, son un vórtice en el tiempo y el espacio que, al que se sabe sintonizar, lo trasladan a un mundo que para otros ya no existe sino en el recuerdo.

A veces, en un día como hoy, voy a una gasolinera cerca de mi casa donde venden dulces de masa real – no como los vendía Emilio el chino en la bodega de 2 y 11 al lado de mi casa: frescos, detrás de un cristal, pequeñas pistas de aterrizaje para una mosca perezosa que sobre ellos descansaba sus alitas. Los de hoy son estériles, antisépticos, envueltos en plástico y atiborrados de conservantes. Dulces momias de harina y guayaba. El cristal de hoy no protege los dulces: es grueso, blindado, y protege al señor a quien le paso, por debajo de una ranura, un billete de dólar. No me conoce. No me sonríe. No sabe lo que me ha vendido.

Con mi pequeño vórtice envuelto en plástico, regreso a mi carro, donde me siento en silencio. Rompo el plástico con cuidado, tratando de prevenir que caigan migajas sobre el asiento y la alfombra. Es inútil: el dulce se desmorona entre mis dedos, seco y pegajoso a la vez. Un ritual inevitable. Al primer contacto con mi paladar, pasa sobre mí una profunda onda de sosiego. Cierro los ojos. Estoy donde tengo que estar. Si pasara cualquiera vería un hombre de cierta edad comiendo un dulce ordinario en su carro, nada más. Pero si por un instante cerrara los ojos y mirara con el corazón, quizás pudiera ver un niño de cinco años intentando, contra toda lógica, de cerrar el círculo entre lo que fue y lo que pudo haber sido.

José Alberto Balido Hernández
Miami, Florida
23 de junio del 2009

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